El Viejo – Parte II

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Al día siguiente, el anciano no regresó. Ni el día después. Ni nunca jamás. El rencor que Rafael le llegó a tener al anciano se fue transformando en preocupación, confusión y, final y dolorosamente, tristeza.

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Hasta que tarde una noche, cuando todos dormían y la casa era tan obscura y silenciosa como una tumba, Rafael se despertó con una sed inaguantable. No era aún tan viejo, ni su gran personalidad aún tan grande, como para no tenerle pavor a la obscuridad. Acostado en su cama, sus ojos abiertos y enormes como platos, contemplando la nada, se dijo asimismo: “O muero de sed, o muero de miedo”. Se armó de coraje y corrió lo más rápido posible por el tramo aparentemente interminable que pasaba por las recamaras de sus padres y sus hermanos, las escaleras espirales de película de terror, la enorme sala y comedor, hasta por fin llegar a la puerta de la cocina. Abrió la puerta muy lentamente para asegurarse que no hubiera nada – más bien nadie – detrás de ella. Prendió la luz de inmediato e inmediatamente se sintió aliviado al ver que la cocina estaba, efectivamente, vacía. Sacó un vaso, abrió la llave de agua, y bebió desesperadamente. Su sed saciada, y pensando que después de todo ya no era un niño y que ya era hora de que ese miedito a la obscuridad fuera cosa del pasado, apago la luz, abrió la puerta de la cocina tranquilamente y detrás de ella se encontró, con un aspecto de absoluta serenidad en su rostro plácido y relajado, al anciano.

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Al igual que la última vez que lo vio, pero por razones totalmente diferentes, Rafael se quedó atónito y paralizado. El anciano, sus manos ahora libradas de su bastón habitual, le extendió la mano y le dijo, simple y firmemente pero con una medida de ternura, “Ven conmigo”. Tomándolo de la mano, el viejo llevó hasta su recamara a Rafael, cuya incredulidad era tal que caminaba como hipnotizado, y cuya voluntad ya no era propia. Metiéndose cuidadosamente bajo las sabanas, como un gato que sabe que está siendo observado, Rafael volteo a ver al anciano, quien se sentó al pie de su cama. Su espalda alguna vez jorobada pero ahora muy recta, las palmas de sus manos sobre sus rodillas, el viejo que ya no lucía tan viejo lo miró fijamente y le dijo, con una voz ya muy lejana, “Discúlpame, Rafael, pero yo no podría vivir conmigo mismo si yo dejara que algo te pasara a ti.” Y con eso, y antes de que Rafael le pudiera responder, el viejo se levantó, cerró la puerta de la recamara detrás de él y se marchó. Muy peculiarmente, en lugar de que se quedará despierto, aterrorizado por lo recién ocurrido, a Rafael le dio un sueño inaguantable, y se durmió.

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Al día siguiente, llegaron dos policías al parque, preguntando por Rafael. Señalado por sus llamados “amigos”, lo encontraron y le hicieron una serie de preguntas acerca de aquel anciano que habían escuchado solía frecuentar el parque – de donde lo conocía, si sabía su nombre, que qué le había contado acerca de si mismo. Rafael no entendía el porqué de las preguntas de aquellos policías hasta que le informaron, muy casualmente, y con la delicadeza de una sensibilidad marcial, que el viejo había muerto la noche anterior y que no tenía familia ni nadie que lo pudiera considerar un amigo, ya que él se había visto obligado a perderse en el exilio muchos años atrás tras alegatos, jamás comprobados, de haber cometido actos “indebidos e inmencionables” con un sobrino.

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Rafael nunca supo ninguna verdad, realmente nada, de aquel anciano, ni de su vida ni de si fue real o soñado ese último encuentro. La memoria del viejo del parque se fue perdiendo en el olvido de los otros niños y en las calles de esa colonia. Salvo en los recuerdos de Rafael, quien nunca jamás le volvió a hablar a nadie de aquel anciano, y quien llevaría ese recuerdo callado hasta su muerte. En los sueños a través de los años se lo fue encontrando, viéndolo a veces mucho más joven, haciendo cosas terribles, mientras en otros negando con total convicción jamás haberlas hecho. Al despertar recordaría, más que nada, sus manos de papel de cera, y como su piel, tan desgarradoramente suave como algo que está a punto de desaparecer, se sentía al tocarla cuando lo saludaba. No, Rafael nunca se enteró de la verdad, de lo que era la “vida real” o un mero sueño, un hecho o un mero rumor, ni el de la vida de un anciano quizás terrible, ni el de su propia vida, jamás definida, quizás un mero y lejano rumor en los sueños y el olvido de un anciano.

Magritte

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