El Viejo – Parte I

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A continuación un cuento colaborativo de Omar Álvarez Rivera, adolescente integrante de la Fundación SKY y Gabriel Parra Blessing, docente

Una mañana fría, cuando los rayos del sol se sentían como estalactitas heladas perforando la piel, angustiado y sin rumbo, un viejo caminaba en busca de la compañía de otras tristes soledades. Se sentía sólo y abandonado mientras caminaba y trascurrían los minutos. Llegó finalmente a un parque donde niños de diferentes edades jugaban. Uno de ellos, sin saber por qué, se fijó en el anciano que los veía jugar y no le retiraba la vista de encima. Después de observarlo unos segundos en los cuales el tiempo se parecía detener y todo se movía alrededor de aquel anciano y de ese niño, éste decidió acercarse, conmovido, movido, curioso y confundido por la angustia que observaba en el rostro del viejo.

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“Hola,” el niño lo saludó de esa manera tan familiar e inconsecuente que los niños tienen al saludar a un extraño, como si lo hubiesen conocido toda la vida. El anciano solo lo miraba sin responder, su rostro inmóvil, sus manos arrugadas de papel de cera recargadas temblando sobre su bastón. Mientras tanto, los otros niños se habían detenido y miraban con incredulidad a su compañero, el más pequeño de ellos, hablando con aquel viejo con aspecto de vagabundo. En conjunto, se acercaron al niño y al anciano, cuyo rostro notablemente no había cambiado.

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“Rafa, ¿estás loco?” el más grande de los niños, sintiéndose el mayor y por ello responsable, le reclamó. “¡Tu mamá te va a matar si te ve hablando con este viejo!”

“¡Cállate!” Rafael le contestó a su compañero y su compañero calló. Porque a pesar de ser el más pequeño del grupo, Rafael, como suele suceder, tenía por mucho la personalidad y espíritu más grande de todos. “‘Este viejo’ tiene nombre y él nos va a acompañar,” Rafael continuó firmemente. “No tiene familia y está muy solo y entonces nosotros vamos a ser su familia, ¿okey?” Los otros niños sin decir nada encogieron los hombros en conjunto, se dieron media vuelta y continuaron jugando como si nada hubiera pasado.

Conforme pasaron los días, las semanas y finalmente los meses, los niños se fueron acostumbrando a la figura del anciano sentado siempre en la misma banca, mirándolos jugar. Cuando el anciano llegaba Rafael siempre se tomaba unos minutos para ir a saludarlo y hablar con él de quién-sabe-qué, seguro mayormente de aventuras, fantasías y preocupaciones de la niñez. Al saludarlo, Rafael solía poner una mano sobre las del anciano, recargadas sobre el bastón, y al llevarlo a su banca cotidiana, el viejo caminaba a su lado y un poco detrás, colocando una mano temblorosa sobre su hombro.

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Un día, por la inspiración del momento, quizás porque ganó el partido y sin pensarlo y simplemente porque le dieron ganas, Rafael arrojó sus brazos alrededor del anciano y lo abrazó al despedirse. El anciano, cuyo rostro con el tiempo muy paulatinamente se fue suavizando y hasta aventuraba una torcida sonrisa de vez en cuando, encontró la fortaleza de un hombre 40 años menor para pararse rápidamente y levantar la voz de tal manera que todos los demás niños lo escucharon por primera y, después se enterarían, última vez.

“Nunca,” el viejo le gritó a Rafael entre dientes apretados y su rostro contorsionado entre la furia y la alarma, “pero nunca jamás vuelvas a hacer eso, ¿me entiendes? ¡Nunca!” Rafael, atónito y paralizado, lo miró como un niño mira a alguien – hasta hace pocos momentos querido – que le acaba de pinchar su globo, es decir, con una mezcla de odio, rencor, y una terrible desilusión. Los otros niños, mientras tanto, se tornaron igualmente inmóviles y veían al anciano marcharse a un paso inimaginable para un hombre de su edad. El anciano sentía que, por primera vez en muchos años, era el que se movía mientras el resto del mundo se detenía.

Al día siguiente, el anciano no regresó. Ni el día después. Ni nunca jamás. El rencor que Rafael le llegó a tener al anciano se fue transformando en preocupación, confusión y al final y dolorosamente, tristeza.

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